jueves, 19 de diciembre de 2013

Agua sobre agua

La Yerres en temps de Pluie, Gustave Caillebotte (1875)

                                            
Las gotas caen sobre el reflejo;
diminutos pedazos de materia
se suman al soporte disturbando
su resultado:
la imagen que ha de proyectar.

(Cuando el agua sirve de perfecto soporte
el pintor carece de importancia.
                                             
                                                O es acaso definitiva su labor).

Porque la realidad le impide
plasmar la exactitud del reflejo sobre el reflejo
como sólo un reflejo podría hacerlo.
Y, sin embargo,
la realidad es tan solo eso:
agua sobre agua
–perfecta, pero agua–
y por tanto fragilmente modificable:
                                                         efímera.

Yo quiero creer
que hay una imagen que persiste
aún sin soporte, aún sin imagen;

imperturbable ante la lluvia,
y el vacío
me gustaría creer que no soy agua sobre agua
y que cuando deje de mirarme en el mundo
y no haya ya nada que reflejar
salvo la nada
                   aún quede algo.

Y ya que yo, humano,
no concibo la infinitud
pero sí lo hacen mis palabras
me gustaría ser mi voz y no yo
–y así seré en consecuencia a ella–
para no ser
                    agua
                                                  sobre
                                agua.




viernes, 22 de noviembre de 2013

Estaciones

Si digo estaciones
sé que dirás trenes.

Pero los árboles
en su ir y venir de hojas
entienden poco –o nada–
de vías,
          de despedidas,
                               de andenes.


miércoles, 20 de noviembre de 2013

Estudio de la musca domestica

Las últimas moscas
que nacen antes del invierno
ignoran que no es ése su tiempo
y no saben más vida
que la inoportuna:
                            aquella que les ha tocado.
No tienen culpa de su condición;
las moscas no conciben el pecado
por original que sea.
Son, por tanto,
de inocente naturaleza.
Desconocen la moral.

Estos seres no pueden justificar –a diferencia
de ciertos mamíferos más afortunados–
su torpe existencia
mediante religión o mitología alguna.
Acostumbran a revolotear, atontadas
por las bajas presiones y el frío
y a menudo gustan de buscar
una calidez a la que aferrarse

( algunos creen que esta costumbre suya
es, sin duda, el colmo de la insolencia;
otros –los más benévolos–
no atribuyen a la insolencia
lo humildemente atribuible al desaliento):

Se alimentan de las sobras
de lo ya sobrante.
Mueren con facilidad y, en ocasiones,
incluso con insistente frecuencia,
pero sus cuerpos nunca aparecen
y se desconoce a dónde van a parar
tan diminutos cadáveres:

una vez se van
    parecen no haber existido
                                            nunca.

Rara vez dejan rehenes,
se desconoce si padecen del recuerdo
y frecuentan los sitios donde ha muerto algo.
Se definen a sí mismas como agónicas,
se identifican con el silencio.

Aquellas que sobreviven
dedican el otoño a buscar rincones oscuros
o amarillentos en los que mantener
su latente y anodina existencia
y anidan en armarios, cajones o álbumes de fotos
e incluso en los huecos que quedan
entre los engranajes de los relojes antiguos:
allí, dentro de los minutos,
quedaron algunas
                eternamente.

Al ser las últimas en nacer,
suelen ser también las últimas
                                               en morir;
                y son, tristemente, para algunos
                una acertada metáfora
                                                 de la esperanza.


jueves, 14 de noviembre de 2013

Arrecife (3 de agosto de 2013)


''Estoy cansado de mi ciudad de polvo
aunque tenga que amarla y sepa que siempre vuelvo''.

Yo, que llevo la patria en tu pecho,
soy geográficamente –en el sentido estricto–
natural de una ciudad de anónima primavera y mar tardío,
de noche amarillenta pero nunca anaranjada,
de desierto rutilante y amanecer febril.
Agónica ciudad muda,
de esquinas huérfanas y rincones que no esconden nada
salvo silencios
                        y más rincones.

Ciudad hospital,
ciudad sin horizonte,
ciudad marchita,
ciudad de calles calladas y
escaparates cómplices.

Ciudad de adoquines impasibles,
de arena mustia,
de palomas sin mensaje anudado al vuelo,
de botellas sin carta
en el culo de las gafas de los vecinos miopes.

Ciudad de otoño triste –más
de lo que acostumbra a ser el otoño–,
de otoño eterno,
de verano constante.
Ciudad laberinto,
ciudad chalana;
yo sé que al menos los pescadores
te extrañan.

Ciudad prima lejana
de parentela oriunda,
de árbol sin genealogía ni rama,
de la nostalgia que inunda
el mar marrón de los mapas.

Ciudad de poca pena y menos gloria:
hambre para hoy,
pan para pasado mañana.

Ciudad sin invierno,
                ciudad inmutable,

                                                ciudad sin ciudad.

Mi ciudad,
ésa en la que acostumbraba a
vivir, pero al revés;
ésa en la que no me acostumbro
                                                            a extrañarte.


Tempus fugit


¿Qué hora es?

Y si quisiéramos ser precisos, quizá
deberíamos responder:

Ya no son las diez en punto.

Es más, ya nunca lo serán de nuevo.


martes, 12 de noviembre de 2013

Calle Toro (16 de diciembre de 2012)


El sonido de un violín inunda la calle mayor, por encima del frío y de la gente. Un violinista lo sostiene. Su mirada y la melodía se acompañan. A su lado, tirado en el suelo, dormita un perro grande de pelaje dorado y talante noble.

Quién sabe qué historias guardan ese violín gastado y las manos que lo tocan.

Una infancia, una ciudad, tal vez un amor, alguna despedida, recuerdos, una calle principal, un perro, un violín, una melodía…

Rebusco en el bolsillo y dejo dos monedas. Apenas la voluntad, pobre recompensa para tan bella historia. 

Sea cual sea.


lunes, 11 de noviembre de 2013

Domingo


I.

Estoy a salvo.

Pero allí fuera
hay cárceles de luz incorregible,
desiertos incontables, dunas de nada,
calendarios, cielos reversibles,
primaveras que se marchitan,
salvavidas que hacen aguas.

Allí fuera
hay calles que agonizan a deshora,
silencios con nombre propio y apellidos,
ángeles, ascensores que se demoran,
otoños que florecen:
                    acontece el olvido.

II.

Allí fuera 
el tedio es impuesto por decreto.
El toque de queda vació los confesionarios y
la gente salió en tromba a la calle 
en busca de ídolos –carece de importancia su talla
o condición– como 
una manada sucia y desordenada, como 
una última voluntad negada de antemano;
ídolos que pudieran cargar sus miserias mundanas
y purgarles de tan ignominiosa ofensa
como es haber aspirado a algo,
haber dudado de la fe que saben falsa,
haber soñado dos centímetros más de la cuenta
o, simplemente, haberse cagado en Dios,
todopoderoso, aún lleno de excremento.

III.

Y lo más terrible:
hay gente que se ama
por defecto
–gente,
tan solo– que coloniza los bancos de los parques
y dice ''te quiero'' como quien tira
pan duro a las palomas.

IV.

Y de repente vino el lunes
siempre (in)oportuno, sin que nadie lo llamara;
y no estalló, sino que vino
silencioso, taciturno,
traicionero,
mas aún así salvándonos
de tan funesta consecución horaria
como son los restos mortales de un día
ya enterrado,
ahogándonos en el frenesí
que supone no poder mirar
                                               para no ver.


                 Pero yo he visto:
     
estoy a salvo.


Inefable (26 de enero de 2013)


Tu nombre está hecho de olvidos,
de los jirones del recuerdo
cosidos a retazos
en el tiempo,
                    en la ausencia.

Deletreo tu mirada torpemente
y a veces consigo rescatar
algunos de los colores
                                 inexistentes
que el sol proyectaba
cuando te conocí:
                                  nunca.

(En ese entonces
no sabía quién eras).

Ni siquiera sé si te soñé
o tú me soñaste a mí.

Y sigo deletreando,
torpe,
tu mirada,
sin saber a ciencia cierta
si alguna vez te miré
                                o mis ojos
                                              son los tuyos.



domingo, 10 de noviembre de 2013

Nada salvo tú (29 de marzo de 2013)


No tengo nada que escribir.

No puedo hacer nada
más que retratarte
una vez y otra
dándote la vuelta,
buscando el ángulo exacto
en el que incide la luz
para aprenderte.

Estás llena de pliegues,
de sombras.
Yo sé que no son más
que los vacíos
que deja la luz
en el tiempo
antes de ser descubierta
o creada.
Y a ello dedico mi labor:
te escribo.

Pero siempre pasa
que el resultado no
está a la altura;
las palabras que elijo
para darte nombre
no son más que palabras:
apelan a tu mirada
pero no me miran
y describen con
precisa exactitud
desde la tonalidad de tus labios
hasta la naturaleza de tus sueños
y, sin embargo,
no me besan
ni me sueñan
como tú lo haces.

Esta vana pretensión
de darte nombre
se me hace, entonces,
paradójica.

Por un lado, la palabra.
Por otro, tú.
Y sin embargo necesito
hacerte palabra como
si así te hiciera mía
y más real.
Tal vez,
para evitar que escapes.
Sin asumir
que hay una sola cosa cierta,
tan cierta y concreta
que puedo amarla
como a las palabras
(salvando una circunstancia:
a ti puedo hacerte el amor).

No tengo nada que escribir:

                                                ya eres.


''Octubre'', fragmento (21 de octubre de 2013)


No era una playa grande. Estaba enmarcada entre dos colinas coronadas de hierba que se adentraban en el mar. A la izquierda, una de las colinas cortaba bruscamente la cala como un muro de roca oscura y a la derecha, la arena daba paso a un numeroso conjunto de piedras de suaves tonos marrones y ocres sobre las que se alzaba la empinada ladera de la segunda colina. En ella, el marrón de las piedras terminaba repentinamente en el verde intenso de la hierba que daba color a la elevación. La primera colina se adentraba suavemente en el mar y moría tan sólo a unos cien metros de la costa, mientras que la segunda se erguía imponente sobre el mar formando un hermoso acantilado. Dos construcciones se mantenían en este promontorio: la primera, de la que sólo quedaba un muro en ruinas, en la cima; la segunda, aún íntegra, se incrustaba a la perfección en la roca del acantilado, resguardada del peligro. El mar se aclaraba ligeramente a su entrada en la playa. Las olas morían a la derecha, contra la roca, y llegaban entre tranquilas y agonizantes a la orilla.

Era ya final de verano y las temperaturas bajaban poco a poco. La playa estaba vacía, de no ser por una joven que sale del agua. Lleva los pechos al descubierto y estos son proporcionados y redondos, realmente hermosos. Camina entre las rocas por el lateral del prado y se sienta en una piedra grande. Sus movimientos son armónicos y serenos: se advierte que ha sido bailarina por su espalda, constantemente erguida, y la elegancia con que mueve las caderas. Allí, con los pies cubiertos de arena, toma un bolígrafo y un pequeño cuaderno que descansaban en la roca vecina e intenta escribir algo; esboza algunas ideas que cree buenas, todas relativas al mar, busca algún hilo conductor que las una y, sin embargo, acaba por aborrecerlas. Se niega a escribir algo que no sea brillante.


Saudade en verano (7 de julio de 2013)


La primavera acabó,
como era de esperar, en verano.
De él se supone una leve brisa azotando
las caras de los primos pequeños
que juegan en la playa,
la misma que zarandea levemente
los trajes de baño en las liñas
para tender la ropa del patio de atrás
de las casas con patio.

Pero no anunciaron
los partes metereológicos
todo un frente de angustia soplando
hacia el sur,
de tu tierra hasta la mía,
que, consumada en un punto sólo,
véase: la latitud exacta que ocupo
y sus mismas coordenadas,
nubla el azul del cielo;
no el cielo mismo, sino su color
propiamente:

Las calles no llevan a ningún sitio
ni saben cómo volver;
no tienen a dónde hacerlo.
El otoño acecha, ocre y silencioso,
en las copas de los árboles.
Los aviones son pájaros tristes
que surcan el viento como lo haría
un pétalo deshojado,
una opción perdida,
una oportunidad menos para verte;
otro día sin ti.
Y el cielo no es más que una lona polvorienta,
rasgada por un océano de antenas
de televisión y de cables
y de alambres inservibles,
descubriendo la misma nada
que, ya antes de ser,
nos hacía temblar.

Fuera de todo esto,
un frente de esperanza
acaricia tanto la cara de los niños
como los trajes de baño
y a los propios bañistas.

Pero no aquí, amor mío.
Aquí sólo sopla, gélida,
                                       
                                                     la nostalgia.


Declaración de principios (30 de diciembre de 2012)

Quiero ser poeta.


No por vanos reconocimientos,
absurdas menciones, galones grandiosos.
Aparten de mi voluntad la gloria;
eso es cosa de otros hombres
junto a los cuales no estará mi nombre
llenando las gastadas páginas
de la historia.

Mi vocación verdadera
es acercar la humanidad alboreante
al corazón desposeído o ávido de palabras
con las que forjar el propio mañana,
nacido de cada instante floreciendo
que fue y es nuestro presente.

Mi afán verdadero es
llevar la vida que habita
en cualquier rincón del sueño,
en las comisuras del otoño,
en las ventanas del cielo,
en los pétalos del futuro,
a la boca de cualquier hombre
que sienta suyas mis palabras.

Mi deseo es traducir los horizontes,
poner voz a los pasos
             
                    que harán de la esperanza

                                                   el camino de los hombres.