viernes, 21 de agosto de 2015

Elegía a Daniel Rabinovich

A la memoria de Daniel Rabinovich

Hoy, 21 de agosto de 2015,
se nos murió Daniel Rabinovich.

Se me murieron las risas de cuando niño,
las de Sopa de Ganso, Rabinovich y sus muchachos.

A partir de hoy reiré un poquito más bajo.

Pero el no lo querría, así que rectifico:
A partir de hoy reiré un poquito por él también.




sábado, 27 de junio de 2015

Nuestras raíces

Según mi personal experiencia del amor
—del buen amor, se entiende—
Amar consiste en algo así como hundir
las extremidades en la tierra fresca, fértil,
empreñarla de esperanza en el otro
y, con el otro, en la humanidad.

(No digo en el mundo,
digo en la humanidad conscientemente:
no como si algo abstracto nos salvara un día
—llámalo Dios o X, lo mismo es
cuando la creencia es inocua—
del caos al que los hombres nos sometemos;
digo en la humanidad:
en aquello que el otro tiene y yo desconozco
y que es, seguro, indispensable para mi alegría)

Allí, en la tierra,
fuimos a hundir nuestras raíces:
lo que somos, lo que seremos.

Por eso, aquella soledad terrible
que desprovee de motivos el corazón del hombre,
que conserva su fe
—nadie puede arrebatárnosla—
pero le arranca el objeto de su esperanza
y que comúnmente llamamos desamor
tiene, en realidad, otro nombre.

Se llama desarraigo.



miércoles, 4 de marzo de 2015

A la isla de Lanzarote (31 de diciembre de 2012)

''El insular es una isla dentro de una isla''.


Mi isla,
surcada de fuego y añil,
desteñido el cielo de nostalgia a veces
–las menos– dibuja en él
de viento y nubes los paisajes
que nunca será.

En ti guardo mi infancia verde
como cuando te llueve
y nace de la tierra sedienta
el fruto valeroso de tu simiente.

En ti guardo la adolescencia
y aquellos días interminables,
   amando a tientas bajo tu cielo,
                 en tus rincones anaranjados.

Y de ti salí
como de una madre
a abrazar el mundo
con mis brazos de hombre futuro,
de presente infinito.

No temas, isla mía:

                               Abrazando todo
                               te abrazo también a ti.

Tuya es la brisa que refresca mi esperanza
y el mar infinito que alberga
mis sueños
                  y los del mundo todo.

En tu azul profundidad reposan los siglos.
Allí donde te bañas te sustenta lo eterno.
Tuyo es el cielo entero,
la libertad que me trae a ti
     
        siempre,

                     de nuevo.

No te enfades.
No hiervas con tu arrebato
de polvo y fuego puro
si digo que vuelvo a ti
sin hacerlo como quien vuelve a casa:

Si fueras tú mi casa
no podría irme ni volver.

Está en mí mi patria;
mi hogar verdadero,
mi isla de palabras.

Y ello me permite volver a ti,
a tu regazo sufrido de tierra,
y traer conmigo todo lo que tú me diste
para sembrarlo en ti de nuevo,
para hacer de tu espacio puro
el lugar preciso,
la casa de piedra y blanco:

el lugar concreto del recuerdo.




viernes, 27 de febrero de 2015

A. G.

Al recuerdo de Ángel González, 
con devoción.


''Abandona cuidados:
lo que ha ardido
ya nada tiene que temer del tiempo''.


Recuerdo bien el día
en que entró en mi vida el ángel
                 que una vez se llamó González:
                 fuego, luz o vida, para los amigos.

Y nunca lo perdimos: ardió.

Yo tuve el gusto de conocerlo un día,
allá por el año dos mil diez. Nos encontramos
por casualidad en una página
de un libro escondido entre otros.
¡Milagro! –exclamó la multitud silenciosa
que habita la nada:
acaso el destino–.

Allí, entre tranvías,
un hombre solo,
con pinta de funcionario
–más tarde supe
que era aficionado a cantar boleros–
se preguntaba
cómo sería él cuando no fuese él;
la respuesta qué más da cuál fuera:
seguiría amando siempre a alguien.

Allí, entre las tapias,
un niño corría por las calles de una ciudad en guerra

                                                  –papeles y retratos en medio de la calle...

huyendo aún sin saberlo de la tristeza
que habitaría –ya para siempre–
entre los pliegues de su mirada.

(Se me ocurre que, para quien ha vivido una guerra,
                                 todo tiempo posterior es posguerra).

Aún así,
siempre fue tan aficionado al humor
como al amor
–y a los boleros,
¡que nadie olvide los boleros!–.

Allí, entre tranvías,
temeroso de que llegara el otoño,
contemplaba el crepúsculo
un hombre.
                 Y la nieve ardía.

                                          
(Pero no era solo un hombre.
Era también la tristeza).


Acariciaba una palabra
como si se tratase de un par de piernas
y afinó sus cuerdas
y se la puso en el regazo
y desapareció de repente.

Dejó solo la palabra:
                                  siempre.

No volvimos a saber de él.
Nada grave –dijo–: lo dijo todo.

Y se fue en silencio.

Yo nunca le escuché cantar boleros
y aquel otoño no vendrá ya
pero recuerdo bien el día
en que entró en mi vida el ángel
                 que una vez se llamó González

(hacía tiempo ya del día en que tomó
una de las monedas de sus ojos
–miró a Caronte, desafiante–
y la tiró al suelo:

                          Salió amor.
                          La esperanza fue vida).


La primavera avanza a todo amor,
                                                       inexorable.