viernes, 27 de febrero de 2015

A. G.

Al recuerdo de Ángel González, 
con devoción.


''Abandona cuidados:
lo que ha ardido
ya nada tiene que temer del tiempo''.


Recuerdo bien el día
en que entró en mi vida el ángel
                 que una vez se llamó González:
                 fuego, luz o vida, para los amigos.

Y nunca lo perdimos: ardió.

Yo tuve el gusto de conocerlo un día,
allá por el año dos mil diez. Nos encontramos
por casualidad en una página
de un libro escondido entre otros.
¡Milagro! –exclamó la multitud silenciosa
que habita la nada:
acaso el destino–.

Allí, entre tranvías,
un hombre solo,
con pinta de funcionario
–más tarde supe
que era aficionado a cantar boleros–
se preguntaba
cómo sería él cuando no fuese él;
la respuesta qué más da cuál fuera:
seguiría amando siempre a alguien.

Allí, entre las tapias,
un niño corría por las calles de una ciudad en guerra

                                                  –papeles y retratos en medio de la calle...

huyendo aún sin saberlo de la tristeza
que habitaría –ya para siempre–
entre los pliegues de su mirada.

(Se me ocurre que, para quien ha vivido una guerra,
                                 todo tiempo posterior es posguerra).

Aún así,
siempre fue tan aficionado al humor
como al amor
–y a los boleros,
¡que nadie olvide los boleros!–.

Allí, entre tranvías,
temeroso de que llegara el otoño,
contemplaba el crepúsculo
un hombre.
                 Y la nieve ardía.

                                          
(Pero no era solo un hombre.
Era también la tristeza).


Acariciaba una palabra
como si se tratase de un par de piernas
y afinó sus cuerdas
y se la puso en el regazo
y desapareció de repente.

Dejó solo la palabra:
                                  siempre.

No volvimos a saber de él.
Nada grave –dijo–: lo dijo todo.

Y se fue en silencio.

Yo nunca le escuché cantar boleros
y aquel otoño no vendrá ya
pero recuerdo bien el día
en que entró en mi vida el ángel
                 que una vez se llamó González

(hacía tiempo ya del día en que tomó
una de las monedas de sus ojos
–miró a Caronte, desafiante–
y la tiró al suelo:

                          Salió amor.
                          La esperanza fue vida).


La primavera avanza a todo amor,
                                                       inexorable.